Autor: azucarsocialclub
Se desnudó…
Soñar…
Un día más…cenando a solas.
¿De veras quieres a una mujer inteligente en tu vida?
SE NOS OLVIDA…
Las ventajas de envejecer
Me Hubiera Gustado…
Maria Teresa Mora Iturralde
La cubana ′′Maria Teresa Mora Iturralde′′ fue una mujer que «destruyó» a todos sus competidores masculinos durante el Campeonato Nacional Cubano en 1922, pero nunca se le permitió competir con hombres a nivel mundial durante esos años. María Teresa es un emblema de una mujer brillante perdida en un deporte de hombre, carente de cualquier desarrollo profesional, o competiciones internacionales que podrían haberle permitido alcanzar su potencial.
Tal vez, en un mundo perfecto, María Teresa habría derrotado a Bobby Fischer y a los campeones rusos del mundo, si ella hubiera tenido la oportunidad, consideremos que también fue la única mujer que golpeó a José Raúl Capablanca, uno de los mejores del mundo, y fundador del ajedrez moderno.
En 1917 American Chess Bulletin publicó un artículo titulado «La Habana tiene otro prodigio» y en 1922, superó todas las expectativas, convirtiéndose en la única mujer que compite y gana el campeonato cubano. Luego solo se le permitió competir en el Campeonato Cubano Femenino de Ajedrez, que dominó entre 1938 a 1960, cuando se retiró.
En 1950, María Teresa fue nombrada la primera mujer latinoamericana en recibir el título de Maestro Internacional de Mujeres. Cuando Capablanca y María Teresa finalmente compitieron entre sí, fue una serie de tres juegos. Ella ganó dos y tuvo un empate para el tercer partido. Fue recordada por haber dicho ′′Ay qué pena, le he ganado!»

Lluvias de Abril
Despuntaba el alba del naciente día, con las primeras tenues luces del sol que, aún soñoliento, comenzaba a asomar su redondo perfil por el horizonte cubano. La mañana se mostraba pálida; las nubes que corrían empujadas por el viento, cargaban en su espumoso cuerpo el agua de un torrente aguacero que prometía bañar toda la Villa. Soplaba el viento en La Habana… y desde mi cuarto, se escuchaban los cocoteros agitándose por el aire que mecía los árboles y las flores en un son que parecía gemir: nunca antes me había detenido a escucharlos como en ese momento. Volví a cerrar mis ojos, arropándome entre las sábanas blancas que traspiraban ese olor sabroso de las ropas secadas a la intemperie preñadas del Caribe: ¡playa y sol, luna y guayaba, mango y jazmines! Y estreché mi almohada escondiendo mi rostro en aquel reposo inseparable de mis sueños infantiles, de aquel refugio fiel de las inquietudes adolescentes que pronto espigaban en una mujer. Quería prolongar mi sueño, pero algunas gotas de llovizna comenzaban a golpear el cristal de la claraboya por donde penetraba la quieta claridad de la mañana, y desde donde alguna noche, ví un aerolito pasar. Me quedé boca arriba, perezosa, mirando el alto techo, mientras escuchaba algunas voces que casi en un susurro provenían de la cocina, acompañadas por el trasteo de los utensilios y el aroma del café y la leche hervida. En ese entorno, escuché el sollozo quedo de mi madre, mientras mi abuela con la dulzura que la caracterizaba, la consolaba y le daba sus mejores consejos; claramente oí la voz grave de mi abuelo cuando dijo en un tono casi ahogado:
—Ya estamos muy viejos y enfermos hija, ¿qué vamos a hacer allá? Seríamos una carga para ustedes que comienzan una nueva vida que no será fácil con cuatro niñas. No, hija,… a tu madre y a mí nos entierran aquí, en Cuba. Ya lo hemos dado todo, hasta donde las fuerzas nos lo han permitido. Ahora les entregamos el mayor sacrificio de amor que Dios nos ha puesto como prueba: esta separación necesaria, pero sólo física, porque siempre estaremos cerca en pensamiento y espíritu; sigan ustedes con la obra de proveer para la familia en este otro camino que les ha deparado el destino.
Se me hizo un nudo en la garganta a punto de llorar, y entonces comprendí que se acercaba la hora de la partida que tanto habíamos deseado, que en unas pocas horas, aquella decisión de abandonar el país, dejaría de ser el tema cotidiano que produce la espera para convertirse en una dura realidad, que dejaríamos atrás las malas experiencias y también lo que hasta ese momento era todo nuestro universo: el hogar, la familia, los amigos, la patria, lo allá vivido, lo allá aprendido, lo querido, nuestra esencia.
Me incorporé de la cama y sentándome al borde, comencé a rodear con mis ojos cada cosa que atesoraba instantes de mi vida, como cuando un ciego recobra la visión y vuelve a ver todo de nuevo, o como el condenado a muerte que intenta retener el último suspiro y recién comienza a apreciar la vida de los años idos. ¿Qué mal tan grave habíamos cometido para recibir tamaña penitencia de abandonarlo todo? ¿Por qué Cuba? ¿Por qué nadie se revelaba contra el sistema opresor que nos estaba destruyendo, y preferíamos irnos con la cabeza gacha? Me invadía la frustración de lo que apenas podía entender debido a la inexperiencia de mis cortos años, y lloré, lloré profundamente, con un sentimiento imperecedero, como si una fuerza punzante socavara mi naturaleza, mi identidad. Una sensación de vacío me dejaba sin respuesta frente a un atolladero de preguntas, con la única salida de un camino que aunque ambiguo, me bendecía al alejarme de un régimen que violaba mis derechos, pero todavía así, con todas las penurias vividas en ese infierno, me entristecía profundamente la partida.
Han pasado muchos años desde entonces… y dicen los que han aprendido mucho de la vida, que del recuerdo no se puede vivir. Pero, ¿cómo se arrancan esas memorias del sentimiento cuando estas viven intrínsecas en tu ser? Yo no vivo de los recuerdos, ellos persisten en vivir en mi existencia colgándose de mi techo y mis paredes a donde quiera que voy, en todo lo que hago y todo lo que soy, surgen con todo su esplendor, colores y sabores, perfumándome con su nostalgia a su llegada, como las que hoy me acompañan en estas lluvias de abril para ser testigos de una época de desesperanza, de angustia y desprendimiento, asimismo, un ejemplo de amor incondicional, de perseverancia y fidelidad hacia el terruño que a pesar de la prolongada lejanía, ya añejada por el tiempo, amén de las espléndidas memorias seguimos amando.
Cada exiliado cubano, no importa la fecha en que partió, es el recuerdo viviente de un adiós que, junto a un incertísimo «hasta pronto» dejó con un beso en la tierra idolatrada, abandonando cosas del alma que en la mayoría de los casos, la ley del tiempo no pudo preservar.
Las lluvias de abril, una vez más, me traen con sus cuaresmales vientos de primavera, el recuerdo del último abrazo que les di a mis entrañables abuelos, y las entrecortadas palabras que me expresaron con profunda tristeza:
—¡Abrázanos fuerte, mi nieta, porque quizá esta sea la última vez que nos veamos!
Memorizo ese instante que me entrega el recuerdo y como antaño, vuelvo a sentir el temblor de sus brazos amorosos cuando me estrechaban contra su pecho, evoco aquellos postreros besos llenos de ternura y el roce de sus mejillas mojadas por las lágrimas que se mezclaban con las mías. Surgen las caras de familiares y amigos en el intento frustrado de disimular la pesadumbre abismal de sus pupilas, que también formaron parte de mi equipaje.
Ya en el avión, mientras me alejaba de mi suelo, recuerdo la mirada que desde la pequeña ventanilla posé por sobre el mapa cubano, y al ver a mi patria desde el cielo como jamás la había contemplado antes, una emoción inefable que estremeció todo mi ser, me invadió como un presagio que sólo logré entender después de cada año vivido en el exilio. Y es que la tierra que nos vio nacer no es culpable de la maldad de sus malos hijos, ella también sufre silenciosa en su desventura, crucificada en su dolor, solamente hay que escuchar sus quejas a través de sus ruinas llenas de angustia.
Cuba se me iba perdiendo en el espacio, y mis pensamientos se atropellaban en la interrogante del regreso, ¿Cuándo…?
Sólo escuché la lluvia de abril que caía copiosa y triste sobre mi Isla y yo, empañando mis ojos y aquella ventanilla por donde la patria se me perdía en un punto verde, por el espacio nublado de mis lágrimas y la distancia.
Dinorah C Rivas.